Durante la primera mitad del siglo XX, la mayoría de los pueblos de México empleaban hilos de algodón teñidos con añil (azul) y alizarina (o algún otro rojo sintético) para adornar sus tejidos y bordados. Muchos tintes naturales habían caído ya en desuso, y la paleta de colores disponibles era limitada. Pero todo cambió a mediados de siglo: las madejas industriales de algodón mercerizado, teñidas en una gran variedad de tonalidades, comenzaron a llegar a las comunidades más remotas. Junto con ellas se popularizaron diversos tintes sintéticos para colorear lana en tonos encendidos. Las tejedoras y bordadoras indígenas respondieron con entusiasmo a los nuevos materiales, y el resultado fue una revolución cromática en el textil.